Rajoy dice sentirse cómodo en la campaña de proximidad paralela a la de Feijoo, alejado del ruido mediático madrileño
22/02/09. L a Voz de Galicia.- Entre las piedras renacentistas del Parador de Pontevedra, el fragor mediático madrileño es como el murmullo de una autopista lejana. Una colaboradora de Rajoy trabaja sobre una mesa que también sirve para jugar al ajedrez y el presidente del PP entra desde el salón contiguo con un optimismo matinal contenido, tamizado por su sosiego habitual. «Me voy a Oia -dice con un ejemplar de La Voz en la mano-, pero yo no voy a cobrar, como hizo Quintana».
Oia no estaba incluido en el plan del viernes, pero la decisión de acudir al hotel Glasgow, donde el BNG perpetró su mitin sorpresa, es del jefe. Da la impresión de que aquí la partida no la juegan unos sesudos analistas ocultos. Se confía más en el olfato del jefe, con unas cuantas campañas a las espaldas. «La noticia está allí, y tenemos que estar allí», dice.
La maquinaria ya está en marcha y el presidente de la Diputación de Pontevedra, Rafael Louzán, se sumerge en llamadas de ida y vuelta que servirán para llenar un salón en menos de cuatro horas gracias a aquella vieja táctica de Fraga del puerta a puerta.
Llega la esposa de Rajoy, Elvira, que hoy lo acompañará en todos los actos de una agenda que iba a comenzar con un paseo por un hipermercado. Pero también esto se cambia a última hora. Rajoy prefiere la plaza de abastos. Mientras se organiza el paseo electoral, salen a la terraza. Rajoy se lamenta de que apenas ha disfrutado de un fin de semana libre desde hace tiempo. También dice que está intentando dejar de fumar sus apreciados habanos, mientras Elvira comenta que los niños están con sus abuelos. A primera hora de la mañana, Rajoy desayunó «poca cosa» y habría querido desactivar el móvil para que el revuelo de Madrid fuera ese ruido de fondo en su refugio gallego. Pero lo llamó el presidente Zapatero.
El paseo por el mercado se jalona con los gritos de algunas pescantinas proclives. Pero otras muestran sus preferencias contrarias. Rajoy se encuentra con una religiosa, Carmen Campillo, que trabajó en el colegio de los Discípulos de Jesús de León, donde Zapatero también estudió y compartió clase con el hermano de Rajoy; con un efusivo jubilado «que lle tiña asado sardiñas en Portonovo»; y con Javier Olmos, que desde la barra de uno de los bares del mercado lo anima a firmar sobre la bandera española. Los ecos de Madrid y Valencia resonarán en varias llamadas a lo largo del día, pero Rajoy dice que en Galicia la gente no le pregunta por eso. «Luego dicen que nos vota gente con pasta. ¿Has visto quiénes son los que nos votan?», dice uno de sus colaboradores. Poco antes, Rosa Díez se cruza con Rajoy, que atiende a los medios. Elvira la saluda. Le dice que se alegra de que conozca su ciudad.
A por el voto rural
Rajoy se ha propuesto ayudar a Feijoo en la zona rural con jornadas maratonianas de más de 500 kilómetros que incluyen aldeas con 50 personas. «Esas zonas hay que trabajarlas bien», dice. Como paradigma del birrete, se le solía achacar que no se sintiera cómodo en estas campañas de proximidad. Pero Rajoy esboza su media sonrisa y dice: «A la vista está que no es así. Un tópico más».
En Ponte Caldelas el anfitrión es Perfecto Rodríguez, que sucedió a su padre en la alcaldía y pelea por recuperar el balneario. Rajoy contempla desde el puente de madera el río transparente al que iba a pescar truchas con su padre. Cerca de allí, en el bar El Puente, se encuentra con uno de esos animadores espontáneos que suelen salirle al paso. «Mira que gran home, mira que altura; isto é personalidade», le dice. El líder del PP se ríe, y responde en un pulcro castellano. El admirador regresa a la máquina tragaperras, donde al poco se oye el sonido de las monedas. «Rajoy, ¡mire se é vostede grande que ata me tocou o premio!».
Aunque haya registros lingüísticos diferentes, Rajoy se siente cómodo jugando en el campo de la socarronería. Suele decir que él se equivoca a menudo, que solo los «genios» como Zapatero no cometen errores. Rajoy ayuda a Feijoo en su campaña contra Touriño. Pero la sombra de Zapatero, su íntimo enemigo político, está siempre al acecho, casi como esos admiradores espontáneos con los que compite en retranca. En Baiona, en pleno mitin ante un público mayoritariamente femenino, sonó su teléfono móvil, pero pocas cosas parecen perturbar a un hombre tranquilo. «Este debe de ser Zapatero. Le contestaré luego porque el auditorio tiene más importancia que el que me llama», les dijo.
22/02/09. L a Voz de Galicia.- Entre las piedras renacentistas del Parador de Pontevedra, el fragor mediático madrileño es como el murmullo de una autopista lejana. Una colaboradora de Rajoy trabaja sobre una mesa que también sirve para jugar al ajedrez y el presidente del PP entra desde el salón contiguo con un optimismo matinal contenido, tamizado por su sosiego habitual. «Me voy a Oia -dice con un ejemplar de La Voz en la mano-, pero yo no voy a cobrar, como hizo Quintana».
Oia no estaba incluido en el plan del viernes, pero la decisión de acudir al hotel Glasgow, donde el BNG perpetró su mitin sorpresa, es del jefe. Da la impresión de que aquí la partida no la juegan unos sesudos analistas ocultos. Se confía más en el olfato del jefe, con unas cuantas campañas a las espaldas. «La noticia está allí, y tenemos que estar allí», dice.
La maquinaria ya está en marcha y el presidente de la Diputación de Pontevedra, Rafael Louzán, se sumerge en llamadas de ida y vuelta que servirán para llenar un salón en menos de cuatro horas gracias a aquella vieja táctica de Fraga del puerta a puerta.
Llega la esposa de Rajoy, Elvira, que hoy lo acompañará en todos los actos de una agenda que iba a comenzar con un paseo por un hipermercado. Pero también esto se cambia a última hora. Rajoy prefiere la plaza de abastos. Mientras se organiza el paseo electoral, salen a la terraza. Rajoy se lamenta de que apenas ha disfrutado de un fin de semana libre desde hace tiempo. También dice que está intentando dejar de fumar sus apreciados habanos, mientras Elvira comenta que los niños están con sus abuelos. A primera hora de la mañana, Rajoy desayunó «poca cosa» y habría querido desactivar el móvil para que el revuelo de Madrid fuera ese ruido de fondo en su refugio gallego. Pero lo llamó el presidente Zapatero.
El paseo por el mercado se jalona con los gritos de algunas pescantinas proclives. Pero otras muestran sus preferencias contrarias. Rajoy se encuentra con una religiosa, Carmen Campillo, que trabajó en el colegio de los Discípulos de Jesús de León, donde Zapatero también estudió y compartió clase con el hermano de Rajoy; con un efusivo jubilado «que lle tiña asado sardiñas en Portonovo»; y con Javier Olmos, que desde la barra de uno de los bares del mercado lo anima a firmar sobre la bandera española. Los ecos de Madrid y Valencia resonarán en varias llamadas a lo largo del día, pero Rajoy dice que en Galicia la gente no le pregunta por eso. «Luego dicen que nos vota gente con pasta. ¿Has visto quiénes son los que nos votan?», dice uno de sus colaboradores. Poco antes, Rosa Díez se cruza con Rajoy, que atiende a los medios. Elvira la saluda. Le dice que se alegra de que conozca su ciudad.
A por el voto rural
Rajoy se ha propuesto ayudar a Feijoo en la zona rural con jornadas maratonianas de más de 500 kilómetros que incluyen aldeas con 50 personas. «Esas zonas hay que trabajarlas bien», dice. Como paradigma del birrete, se le solía achacar que no se sintiera cómodo en estas campañas de proximidad. Pero Rajoy esboza su media sonrisa y dice: «A la vista está que no es así. Un tópico más».
En Ponte Caldelas el anfitrión es Perfecto Rodríguez, que sucedió a su padre en la alcaldía y pelea por recuperar el balneario. Rajoy contempla desde el puente de madera el río transparente al que iba a pescar truchas con su padre. Cerca de allí, en el bar El Puente, se encuentra con uno de esos animadores espontáneos que suelen salirle al paso. «Mira que gran home, mira que altura; isto é personalidade», le dice. El líder del PP se ríe, y responde en un pulcro castellano. El admirador regresa a la máquina tragaperras, donde al poco se oye el sonido de las monedas. «Rajoy, ¡mire se é vostede grande que ata me tocou o premio!».
Aunque haya registros lingüísticos diferentes, Rajoy se siente cómodo jugando en el campo de la socarronería. Suele decir que él se equivoca a menudo, que solo los «genios» como Zapatero no cometen errores. Rajoy ayuda a Feijoo en su campaña contra Touriño. Pero la sombra de Zapatero, su íntimo enemigo político, está siempre al acecho, casi como esos admiradores espontáneos con los que compite en retranca. En Baiona, en pleno mitin ante un público mayoritariamente femenino, sonó su teléfono móvil, pero pocas cosas parecen perturbar a un hombre tranquilo. «Este debe de ser Zapatero. Le contestaré luego porque el auditorio tiene más importancia que el que me llama», les dijo.